La vida es sensible

Vivir significa sentir. En esto no hay discusión. Ni científicos, ni no científicos. Sin embargo, parece que dentro del concepto de sentir sí que hay discusión cuando lo aplicamos fuera del ámbito del ser humano. Todos sienten, pero ninguno como nosotros. Los demás organismos son inferiores. Nosotros somos superiores. Y si no… entonces hacemos lo posible para que lo sean, incluso negándoles su capacidad de sentir…

Andreas Weber forma parte de ese grupo de científicos (todavía minoritario) que se atreve a contradecir la voz científica mayoritaria y aseverar que todos los organismos vivos de nuestro planeta tienen sentimientos y deseo de estar vivos. Poco importa que éstos sepan o no que son mortales y que nosotros sí. Estar vivo implica de forma imperativa desear seguir estándolo. De hecho, argumenta Weber, todos los que habitamos la Tierra estamos compuestos del mismo “principio” fundamental, lo cual hace que formemos parte de una misma “materia”. Los insectos pueden sentir dolor crónico, euforia, depresión. Las plantas se comunican entre sí, emiten emociones. Igual que los seres humanos…

Aquellos que todavía confían en la existencia de una bondad inherente en los seres humanos, justifican la obcecación de la ciencia a aceptar lo anterior por la dificultad que tenemos para descifrar su lenguaje. La imposibilidad de comunicarnos ha sido la única culpable y, por tanto, según se van dando pasos que demuestran que dicha comunicación es posible y vamos entendiendo cada vez mejor lo que tienen todos ellos que decirnos, está siendo la razón por la que se está dando cierto aperturismo de miras. Aquellos cimientos sobre los que hasta no hace mucho la comunidad científica se asentaba y que le permitía negar empecinadamente la mayor, es decir, los demás no tienen la capacidad de emocionarse, empieza a resquebrajarse. De hecho, hasta hace no mucho, si a algún incauto se le ocurría insinuar que un animal era inteligente o que una planta sentía, ipso facto, lo mínimo que recibía era una mirada de desdén (condescendencia en aquellos de sentir más generoso), para acabar convertido, en la mayoría de los casos, en un apestado por parte de dicha “comunidad”. En realidad, si abandonamos el maldito “buenismo” y decimos las cosas a las bravas, me atrevería a apuntar que, quizás, nunca nos ha interesado como especie dar entidad de ser sintiente al resto de organismos con los que coexistimos (que no convivimos, como poco a poco se va comprobando). El depredador no puede permitirse el lujo de sentir empatía por su víctima si no quiere pasar hambre. Y nosotros, los seres humanos hace tiempo que confundimos el “hambre” con las posesiones. Las cuales nos generan un tipo de “hambre” mucho más intensa, insaciable, que desgraciadamente nos está llevando al ocaso.

Le podemos echar la culpa al instinto. Ese que nos lleva a imponernos para salvaguardar nuestra vida. Pero me da la sensación que haciéndolo, simplemente estamos autoengañándonos. Una vez más. Sin descanso. En realidad, hacerlo no significa otra cosa que una demostración de nuestra poca capacidad de empatía. Negar las emociones de los demás no es más que el síntoma que así lo indica. Olvidamos que no ser capaces de percibir lo que sienten los demás nos incapacita para poder percibir los sentimientos propios.  De hecho, la imposibilidad de sentir empatía implica aislamiento emocional. Autismo convertido en normalidad de tanto habernos repetido la misma “canción” hasta acabar creyéndonos la.

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