El cerebro ejecutivo

46.Gldberg, Elkhonon. El cerebro ejecutivo.jpgSi tuviese que elegir un don, una capacidad, yo personalmente escogería la de ser capaz de encontrar siempre la respuesta correcta con independencia del tipo de situación en la que me encontrase. Vivir con la certeza de que después del trabajo, tras el esfuerzo (no me vale eso de tener capacidades por la cara), el siguiente paso siempre sería el acierto, y con él la seguridad y tranquilidad que este suele comportar. Para mí no tiene precio la certeza que, hiciese lo que hiciese, el acierto me estaría siempre esperando unos pasos por delante, en un futuro libre de ansiedad, y con la conciencia plena de que todas mis energías por fin podrían estar enfocadas en el objetivo sin que gran parte de ellas acabasen innecesariamente desperdiciadas en hacer frente al desgaste que los miedos, el estrés y las diferentes inseguridades comportan.

En cierta medida esta es la tarea, aunque algo limitada, desempeñan los lóbulos frontales al recopilar las diferentes experiencias e información propias y de nuestro entorno. Ellos toman las decisiones importantes. Son los que realmente nos hacen seres intencionales. Los que agarran por la pechera al pasado y en ocasiones lo transforman en esplendoroso futuro. Los que nos diferencian del resto de seres que habitan nuestro planeta, dotándonos de la capacidad de convertir rutinas, la mayoría de ellas a nivel inconsciente, en decisiones. Son los lóbulos centrales los que nos permiten anticipar un rostro, un jaguar o un jarrón, a partir de un trozo de arcilla. Los que guían nuestras manos en el proceso de modelaje hasta lograr hacer realidad aquello que solamente existía en nuestra imaginación. Son los responsables de todos los avances tecnológicos, incluidos aquellos que tienen que ver con la inteligencia artificial y los diferentes algoritmos que la están haciendo realidad, sin ser seguramente plenamente conscientes de las repercusiones finales que ésta podrá acabar teniendo.

Debo reconocer que no me gusta equivocarme. Es más, suelo ser más tolerante con el error ajeno que con el propio. Quizás porque mi error me genera sufrimiento en forma de frustración, mientras que el ajeno sólo una mezcla de piedad y empatía. Dolor no sólo como causa final de las posibles consecuencias del error, sino sobre todo por el quebranto que me produce en relación a la imagen que tengo de mí mismo. Y es que por mucho que quiera contemplar el error como la mejor manera de aprender, cada vez que cometo uno, aunque intento aprender, también una parte de mí se desmorona de manera similar a cuando tocamos una escultura hecha de arena. Por eso mi anhelo de alcanzar siempre la respuesta correcta. Sin importarme las veces que tenga que intentarlo, en el fondo soy un amante fiel de la perseverancia, pero eso sí, siempre que ésta acabe reposando en los dulces brazos del acierto.

La razón de mi deseo quizás se deba a ese sistema educativo con el que he sido educado, mucho más basado en la toma de decisiones acertadas y etiquetar el error como fracaso, que en fomentarlo de cara a alcanzar un aprendizaje mucho más completo. Otro “quizás” también sea este mundo altamente competitivo en el que me ha tocado vivir, responsable seguramente de tanto potencial desperdiciado, de la necesidad de buscar escusas, de esforzarse más en hallar el atajo que en disfrutar del camino y de intentar a cualquier precio esquivar las propias responsabilidades y endosárselas al prójimo. No lo sé. Igual solo me autoengaño. Simplemente, digo lo que me gustaría tener. Y con esto, queda dicho.

Goldberg, Elkhonon. El cerebro ejecutivo: Lóbulos frontales y mente civilizada. Critica. 2015.

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