El Miedo

Somos nuestros miedos. Nada más. Nada menos. Desde el mismo instante en que nacemos nuestros miedos nos acompañan. Construir unos u otros depende de nosotros, pero sin que, al mismo tiempo, podamos hacer gran cosa para realmente cambiarlos. Sin sentido con sentido. Sabemos a qué tenemos miedo. Sabemos por qué sentimos miedo. Pero, a pesar de todo, pocas veces somos capaces de gestionarlo cuando éste es de verdad, cuando su solo atisbo de presencia provoca que todo cambie y que acabemos girando, exclusivamente, a su alrededor.

El miedo es la vida misma. Todo es susceptible de provocarnos miedo. La diferencia únicamente está en que hay miedos a los que nos hemos acostumbrado, miedos que, de tanto repetirse, afortunadamente han dejado de surtir su desagradable efecto. Miedos transformados en aprendizaje que permiten que únicamente nos rocen, casi sin tocarnos. Miedos de los que resulta imposible escapar y miedos con los que no queda otra que convivir. Porque nosotros, los humanos, a diferencia de lo que sucede con el resto de animales, nos construimos alrededor de nuestros miedos. Nos envolvemos con ellos. Y mientras que en el caso de los animales el miedo únicamente consiste en un mecanismo de defensa, una alerta que les permite (en ocasiones) disponer de un tiempo mínimo suficiente para reaccionar, en los seres humanos el miedo, además, viene dictado por ese otro yo que desde el segundo uno de conciencia nos acompaña para únicamente abandonarnos en el último instante, el mismo que antecede al sueño eterno que conlleva toda muerte. Es el precio que nos toca pagar por poder imaginar, porque toda suma contiene en su interior una resta y viceversa.

Afrontamos nuestros miedos exclusivamente cuando sentimos que podremos con ellos o cuando no nos queda otra que atacarlos. El resto del tiempo solemos mirar hacia otro lado y dejamos que nos acompañen en un segundo plano. Invisibles a priori, pero, en el fondo, determinantes. Ellos nos marcan el camino, ellos condicionan nuestras decisiones, desde la más insignificante a la más importante y primordial. No sé lo que seríamos sin el miedo. Únicamente que sin él dejaríamos de ser seres humanos. Porque el miedo forma parte de nuestro “ADN”, es lo que nos determina, ya no como individuos, sino también como especie. Y si no, piensa en la historia de Juan sin miedo de los hermanos Grimm… donde no tener miedo es peor que tenerlo. Como un jersey que pica en un día de invierno: no puedes quitártelo sin quedar congelado. Mal necesario sin posibilidad alguna para la resignación.

Dicen los que aparentan saber que debemos buscar la felicidad. Pero para mí resulta más fácil y entretenido creer en cuentos de hadas, en unicornios y en el santo Grial. Objetos y situaciones que únicamente existen en nuestra imaginación, la misma que se nos fue dada acompañada del miedo. Por eso desconfío de la felicidad. Tras ella siempre sobreviene el sufrimiento. Quizás por ello no la busco. No me interesa. Mi meta es gozar de la tranquilidad. Porque la tranquilidad es la antagonista del miedo: siempre que está presente no queda espacio para el miedo. Cuando estoy tranquilo es porque no hay nada que temer. Ningún miedo me embarga. De ahí que siempre que la encuentro, cueste lo que cueste, me empeño en mantenerla todo lo cerquita de mí que puedo.

Mannoni, Pierre, El Miedo. Fondo de Cultura Económica. 1984.

Etiquetado , , , , , ,

Deja un comentario