Archivo de la etiqueta: aprendizaje

¿Control emocional?

Si sueles leer este blog, habrás observado que no me gusta demasiado utilizar los términos “control” y “emocional” en la misma frase. Creo que hablar de control emocional es como hacerse trampas al solitario. No podemos controlar aquello que no está en nuestra mano poder hacerlo, y las emociones son algo que nos sobrepasa a nivel cognitivo: por mucho que nos empeñemos en intentar no sentir de una determinada manera, resulta más que difícil poder lograrlo. Generalmente, y a pesar de la dificultad que ello implica, prefiero hablar de “gestión de las emociones”. Ser conscientes del estado emocional en que nos encontramos ayuda, al menos, a saber (a tener una pista) de los motivos por los cuales tomamos determinadas decisiones o reaccionamos de una manera concreta. Lo cual no quita que seamos  capaces siempre de cambiar una reacción emocional. El miedo, la tristeza o la ira (por citar las más conocidas) únicamente se evitan cambiando el foco de atención, lo cual, como todos sabemos, no siempre es posible llevarlo a cabo. Basta con intentar no pensar en algo para que lo único que hagamos sea pensar en ello.

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Memoria emocional

Desde siempre se nos ha dicho que construimos nuestra memoria a partir del impacto que tienen sobre nosotros las distintas vivencias que experimentamos en nuestra vida. Aquellas que representan un mayor impacto emocional, en principio, perduran durante más tiempo en forma de recuerdos. Las que menos, simplemente desaparecen o no son registradas.

A partir de lo anterior, se infiere que nacemos sin memoria, que la ésta es algo que se construye a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, de un tiempo a esta parte cada vez se habla más de la “memoria genética” que, por lo visto, es una memoria que vamos construyendo integeracionalmente a partir de experiencias comunes de nuestra especie, la cual se va incorporando en nuestro genoma transmitiéndose por lo tanto a nuestra descendencia. La memoria genética es, en consecuencia, una memoria que no surge de una experiencia sensorial propia, sino que lo hace de aquellas experiencias vividas como especie y que consolidarla puede representar una ventaja adaptativa o, lo que es lo mismo, mayores posibilidades de supervivencia.   

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¿IA Emocional?

Recuerdo hace unos meses al leer los chats con la IA de Google que lo primero que asaltó mis pensamientos es que aquello de que las máquinas no tienen “alma” (entiéndase ésta como sentimientos o emociones) era, como cuando hablamos en relación a los animales, otra de esas bravuconadas tan típica de los humanos. Nos creemos tan superiores y necesitamos tanto convencernos de que estamos en lo más alto de la pirámide, que no nos basta con serlo, necesitamos también disminuir a cualquiera que nos ponga en una mínima sombra.

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Vulnerabilidad y nostalgia

Todas las épocas parecen sencillas de gestionar cuando las miras desde la siguiente. Sin embargo, los problemas que tenemos de pequeños son igual de inmensos que los que tenemos de mayores. La diferencia reside en la presencia de nuestros padres (los cuales se encargan de contagiarte de sus miedos y, al mismo tiempo, hacerte saber que están ahí por si los necesitas). Porque todo tiene solución si están a nuestro lado. Tener a donde acudir cuando lo necesitamos. Desgraciadamente, esto es lo primero que cambia cuando nos hacemos mayores. El primer paso es pasar de necesitarlos a huir de ellos cuando somos adolescentes. Necesitamos demostrar y demostrarnos que somos capaces. Aunque acabemos estrellados, necesitamos saber que el aprendizaje siempre tiene un coste… Más adelante, afortunadamente, las cosas cambian. Recuperamos a nuestros padres, aunque, en general, acudimos menos en busca de su ayuda. Basta con saber que están. Y poco a poco nos damos cuenta de que empezamos a tener problemas que solamente los podemos solucionar por nosotros mismos (y en ocasiones, ni tan siquiera así). Es entonces cuando empezamos a sentir nostalgia de la infancia pasada, cuando la vida en aquellos días te empieza a parecer sencilla. Teníamos a mamá y a papá atentos a sacarnos del problema. Si enfermabas, ellos estaban allí, si tenías cualquier otro problema, ellos estaban allí. Que fácil era entonces todo, ¿verdad?

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Kainotofobia

Miedo al cambio patológico, así podríamos definir esta fobia tan complicada de pronunciar, pero al mismo tiempo tan común en su versión no patológica. Y es que, si pudiésemos establecer una escala, la kainotofobia estaría en un extremo y la curiosidad en el otro, ocurriendo como la famosa canción: la kainotofobia mató a la curiosidad, y, si no lo hace, la acaba encerrando en un cajón con siete llaves para impedir que pueda salir.

No debemos confundir kainotofobia con neofobia, porque, aunque próximas, no son lo mismo. La primera evita cualquier tipo de cambio, la segunda es más la ausencia de voluntad de probar nuevas experiencias. La primera no acepta los cambios, a la segunda le cuesta dios y ayuda emprenderlos. Todos nosotros, en mayor o menor medida nos vamos acercando en la escala anterior hacia la kainotofobia pasando primero por la neofobia según vamos envejeciendo, pero al mismo tiempo, intentando evitar caer en las garras de la primera. La juventud es la época dorada de la curiosidad (o al menos, debería serlo, si queremos tener un desarrollo cognitivo, emocional e intelectual “normal”). La vejez de la neofobia (y solamente en casos patológicos, de la kainotofobia). Es lo que tiene la edad, que a la gran mayoría de nosotros nos vuelve conservadores (otros dirían prudentes). La falta de energía, la percepción de que cada vez somos más débiles y, en consecuencia, vulnerables, hace que nos pensemos dos o más veces emprender según qué acciones. Asumir determinados riesgos deja de ser una opción “divertida”, para convertirse en un miedo que paraliza y, sin apenas darnos cuenta, vamos adquiriendo rutinas que repetimos y repetimos hasta hacerlas indisolubles de nosotros mismos, para acabar convertidos en “robots”, es decir, en un conjunto de automatismos, fuera de los cuales, se extiende un desierto que pocos estamos dispuestos a querer transitar.                     

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Fracaso

Cada vez más nuestro medio social y cultural nos empuja en pos del éxito. Estamos obligados a triunfar. Lo contrario implica malestar en forma de pérdida de autoestima, culpa, vergüenza, tristeza y el resto de emociones que utilizan el dolor como aviso para que cambiemos nuestro proceder. Ya no basta con participar. De hecho, nunca ha sido suficiente. Siempre he tenido la sensación que esta frase no era más que la típica palmadita de condescendencia que se suele dar para decirle a alguien que le “perdonamos” su fracaso. Nos han educado para asociar éxito con felicidad, lo cual no ha hecho más que generar sufrimiento. Sin darnos cuenta, estamos construyendo una sociedad donde el dolor tiende a anteponerse al bienestar, donde la agresividad ha pisoteado al altruismo, la tristeza está a punto de eclipsar a la alegría y el miedo se ha impuesto a la esperanza. Y todo ello por la obligación de triunfar…

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Miedo a las emociones

¿Por qué tenemos tanto miedo a sentir? Existen múltiples respuestas a esta pregunta. Una de ellas, probablemente la más generalizada, no es otra que la aplicación del famoso dicho “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Es decir, preferir no sentir, a favorecer, aunque solamente sea en una pequeña posibilidad, el sufrimiento. La razón, me da la sensación (en realidad estoy plenamente convencido), es que tantas comodidades, tantos “lujos” (que sin embargo hemos convertido en normalidad y, por tanto, hemos acabado considerándolos “que nos son dados por defecto”, simplemente por haberlos tenido desde siempre), no es que nos hayan hecho blandos, es que nos ha quitado muchas de las opciones de poder ser resilientes. Hemos olvidado que para crecer es necesario experimentar y que, por mucho que parezca una cuestión de probabilidades, al final, el resultado siempre acaba siendo positivo: es decir, crecemos y, en consecuencia, mejoramos nuestra adaptabilidad. Y por eso quizás andamos eternamente anclados en la queja. Todo nos parece poco. Todo nos parece que tarda mucho. Todo, lo queremos todo, aunque no lo necesitemos. Hemos hecho que el mundo deba girar a nuestro alrededor sin que nos importe dicho mundo y lo que lo compone. Lo único importante es mi placer, el resto es prescindible, un simple medio para alcanzar el fin.

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Pesadumbre

Pérdida con sabor amargo debido a lo inesperado. Reconcome que no permite seguir adelante, que se empeña en continuar dejándonos atrás, imposibilitando cualquier posibilidad de avance, de resiliencia. Pasos que en lugar de alejarnos del pesar, nos continúan manteniendo en él. Anclados. Atrapados, con la sensación de que no hay escapatoria posible a corto plazo. Sentimiento absoluto de que tanta tristeza no tiene sentido por no servir para superar la pérdida, sino para conducirnos en un recorrido circular del que parece no haber salida.

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Oscuridad emocional

La curiosidad nace del desconocimiento utilizando a la sorpresa como acicate. Miramos a nuestro alrededor única y exclusivamente cuando no sabemos lo que nos espera, porque cuando la creencia se instala en nosotros, entonces, lo demás deja de importar. Momento en que asimilamos creer con saber y, partir del cual, dejamos de prestar atención.

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Buscando aprobación

Sabemos que regulamos nuestras conductas adaptándolas al entorno mediante la búsqueda de aprobación ajena. Ya desde bien pequeños nos fijamos continuamente en nuestros padres (o en aquellas personas que son nuestros referentes más próximos) intentando comprobar, continuamente, si ellos aprueban o rechazan nuestro proceder. Todos nacemos teniendo la capacidad para detectar la aprobación o el rechazo. Y como muy bien sabemos, la primera nos produce bienestar, placer, satisfacción. La segunda dolor.

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