Zombis emocionales

Otro de los efectos que he observado tras la pandemia ha sido una especie de zombificación emocional en mucha de la gente que me rodea. No es que los vea (y me vea) vagando por el mundo como muertos en vida, pero sí que tengo la sensación de que determinadas emociones se impuesto al resto, zombificando nuestro sistema emocional. En concreto, según mi percepción, han sido tres las emociones que se han impuesto a las demás llegando incluso a anularlas: la tristeza, la ira y la alegría (esta última en forma de necesidad perentoria por recuperar lo antes posible todos los momentos de satisfacción perdidos durante este tiempo).

Empecemos con la tristeza. En concreto, me refiero al aumento de personas a las que se las ve caminar por vida arrastrando con ellas una maleta repleta de tristeza (que, incluso, en bastantes casos, ha acabado por desembocar en depresión). La mayoría de cierta edad (aunque también hay muchos niños y adolescentes), las cuales parecen haber interiorizado la pérdida de su vida como ésta era antes de la llegada del COVID. Son personas que se han autoconvencido de que jamás recuperarán el estilo de vida que tenían, que ya no podrán hacer nunca más todo aquello que antes hacían y que, como la mayoría, no dábamos la importancia que tenían al formar parte de nuestra habitualidad. En cambio, existe otro segmento de población que todavía no se ha rendido y que, como pez fuera del agua, se retuerce y se retuerce intentando desesperadamente no dejarse vencer por la indefensión aprendida. Aquí es la ira la que parece mandar. Son personas que, posiblemente debido al alto grado de estrés que padecen, están continuamente enfadados, irascibles, saltando irreflexivamente ante cualquier perturbación por intranscendente que ésta sea. Y, como en el caso de la tristeza, aquí también hay un porcentaje que ha terminado por caer en las garras de la hostilidad y la violencia, tornando su situación en patológica. Y es que, además de las consecuencias asociadas a las dos patologías, ambos grupos, los tristes y los enfadados, están convirtiendo cualquier posibilidad de convivencia en una competencia totalmente polarizada. En un lado los agresivos, en el otro los pasivos y, en el centro, emulando a un inmenso donut, un gran vacío. Ese que antiguamente ocupaban el resto de emociones, en especial las de carácter positivo.

Finalmente, están (y aquí es donde me surge la gran duda, no sé si es un grupo en sí mismo, o segmentos de los dos anteriores) los que se empeñan en aprovechar cualquier situación para montar una fiesta. Este grupo, seguramente, es el más visible de los tres por insolidario. Mientras la gran mayoría intentamos cumplir con las normas (por absurdas y mortificantes que nos puedan parecer), ellos prefieren saltárselas. Es como si encontrasen parte del bienestar, la satisfacción perdida, en hacerlo. Porque si no, ¿Cómo explicar que tengan que saltárselas todos a la vez y en el mismo sitio?, ¿No sería más sencillo hacerlo sin conformar una inmensa y llamativa multitud? Parece que no.

Sin necesidad de sinestesia, podemos contemplar todos los días (y las noches de los fines de semana), a los tres grupos deambular como zombis de distinto color: azul los tristes, rojo los enfadados, anaranjados los fiesteros. Yo por mi parte creo que la zombificación me afecta a ratos. Unas veces estoy enfadado con el resto del mundo, otras entristecido, tanto por la decepción como por la indefensión de no saber cómo volver a ser aquel que antes fui, pero la mayor parte del tiempo, estoy pensando en por qué narices no opto por afiliarme al tercer grupo e intentar disfrutar, eso sí, sin saltarme estúpidamente las normas sociales.

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