Archivo de la etiqueta: bienestar

Indefensión

El gran problema de la indefensión aprendida no es está en sí misma, sino en que nadie quiere hablar sobre ella. Es como si interesase el silencio, como si hacer público lo que ocurre atemorizase a aquellos que nos la ejercen y avergonzase a los que la sufrimos, siendo quizás ésta la razón de que cada día seamos más los que caemos bajo su terrible yugo.

La indefensión aprendida es ese sentimiento, ese estado psicológico e incluso del alma, que aparece siempre que sentimos que somos incapaces de controlar lo que nos acontece. Hasta aquí, si no escarbamos un poco más profundo, podríamos creer de qué estamos hablando sobre la frustración. Sentimiento que aparece cuando intentamos hacer algo y no nos sale. Sin embargo, la indefensión va más allá del sentimiento de frustración, el cual, generalmente, es concreto, referido, a un determinado aspecto. En cambio, la indefensión acaba abarcándolo todo. Cualquier cosa, desde la más nimia y sencilla, a aquella que sabemos resulta imposible lograr. La indefensión consigue lo que pocos sentimientos logran: que nos autoconvenzamos de que no seremos capaces, ni ahora ni nunca, de que no existe nada en el mundo que podamos hacer para cambiar lo que está ocurriendo y que, en consecuencia, lo mejor que podemos hacer es bajar la cabeza y dejar que siga sucediéndonos sin intentar cambiarlo.

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Tener una razón

Necesitamos una razón para levantarnos y empezar a funcionar. Sin objetivos que nos justifiquen el esfuerzo, la apatía, la anhedonia, se imponen y únicamente queda el vacío (exterior e interior). Y en el vacío resulta imposible sobrevivir…

La falta de motivación implica que todas esas emociones relacionadas con el bienestar desaparezcan dejando su espacio a aquellas que únicamente comportan dolor y sufrimiento. Incluso aquello que tanto te emocionaba, con lo que te tanto te identificabas y parecía dar sentido a cualquier esfuerzo con independencia de su magnitud, desaparece. Queda anulado. La depresión se impone. Se pierden las ganas de vivir, de continuar haciéndolo, y el horizonte empieza a oscurecerse hasta convertirse en un inmenso agujero negro que todo engulle impidiendo que cualquier luz nos ilumine indicándonos un posible camino de salida. Sin razón de ser no existe razón de estar y el único deseo que nos embarga es el de desaparecer. Que todo se pare para que nos podamos bajar y dejar de sentir dolor.

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Emociones morales

Podemos definir las emociones morales como el resultado, medido en cuanto a bienestar o malestar, que sentimos tras “juzgar” las repercusiones que tiene una conducta (propia o ajena) tanto en nosotros como en los demás, en función de unos determinados preceptos marcados por las normas de la cultura y la sociedad a la que pertenecemos. Aceptar lo anterior supone asumir, por tanto, que será mediante las emociones como seremos capaces de interiorizar (hacerlas “de nuestra carne”) las normas culturales y sociales, o lo que es lo mismo “la somatización de la ética”. Lo cual, convierte a la cultura en el elemento principal que determinará cuáles serán nuestros sentimientos en relación a una determinada conducta, siendo, en consecuencia, las emociones morales las responsables de marcar los límites éticos de una persona (y, por supuesto, de la sociedad en la que vive).

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Miedo a las emociones

¿Por qué tenemos tanto miedo a sentir? Existen múltiples respuestas a esta pregunta. Una de ellas, probablemente la más generalizada, no es otra que la aplicación del famoso dicho “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Es decir, preferir no sentir, a favorecer, aunque solamente sea en una pequeña posibilidad, el sufrimiento. La razón, me da la sensación (en realidad estoy plenamente convencido), es que tantas comodidades, tantos “lujos” (que sin embargo hemos convertido en normalidad y, por tanto, hemos acabado considerándolos “que nos son dados por defecto”, simplemente por haberlos tenido desde siempre), no es que nos hayan hecho blandos, es que nos ha quitado muchas de las opciones de poder ser resilientes. Hemos olvidado que para crecer es necesario experimentar y que, por mucho que parezca una cuestión de probabilidades, al final, el resultado siempre acaba siendo positivo: es decir, crecemos y, en consecuencia, mejoramos nuestra adaptabilidad. Y por eso quizás andamos eternamente anclados en la queja. Todo nos parece poco. Todo nos parece que tarda mucho. Todo, lo queremos todo, aunque no lo necesitemos. Hemos hecho que el mundo deba girar a nuestro alrededor sin que nos importe dicho mundo y lo que lo compone. Lo único importante es mi placer, el resto es prescindible, un simple medio para alcanzar el fin.

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Más sobre las emociones…

Tendemos a confundir sentimientos y emociones. La causa, probablemente, reside en el empeño que ponemos en intentar reducirlo todo, en establecer categorías con objeto de simplificar nuestra realidad. De ahí que, si dos “cosas” se parecen, las llamamos igual. De esta manera, solamente los interesados por la ornitología saben diferenciar las distintas aves. El resto llamamos a todo “pájaro”. Simplificar suele ayudar, pero también puede acabar por confundir, en hacer que seamos incapaces de establecer determinadas relaciones, conclusiones y/o asociaciones, por el simple hecho de no prestar atención al matiz. Esto es lo que, en mi humilde opinión sucede con los sentimientos y las emociones, cuando, en realidad, un sentimiento no es más que la disposición a experimentar emociones, y éstas, a su vez, el efecto que un cambio (interno o externo) tiene sobre nuestro soma. Los sentimientos son un estado mental causado por la percepción de un cambio que resulta relevante en relación a la construcción que cada uno de nosotros hayamos hecho del mundo que habitamos. De ahí que iguales situaciones no tengan por qué producir emociones similares en distintas personas. Cada uno de nosotros construimos nuestra realidad, explicamos nuestra presencia en ella, y en función de dicho relato, sentimos, es decir, nos emocionamos.

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La queja

Hoy día la queja se ha convertido en el pasatiempo principal de la mayoría de nosotros. Poco importa que tendamos a la perfección, la nostalgia, la resignación o simplemente queramos llamar la atención, todos acabamos, por defecto y con cierta alevosía, cayendo en la trampa de la queja continua (siendo la única diferencia entre cada uno de nosotros la latencia con que lo hacemos). Lo cual, irremediablemente, ha acabado por vestir a la queja con todo un vestuario de connotaciones negativas. ¿Quién no sabe de personas qué, de tanto quejarse, han acabado por resultar insufribles o, lo que es todavía peor, nos han obligado a dejar de prestarles atención, con lo peligroso que esto puede acabar comportando para ellas?

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Buscando aprobación

Sabemos que regulamos nuestras conductas adaptándolas al entorno mediante la búsqueda de aprobación ajena. Ya desde bien pequeños nos fijamos continuamente en nuestros padres (o en aquellas personas que son nuestros referentes más próximos) intentando comprobar, continuamente, si ellos aprueban o rechazan nuestro proceder. Todos nacemos teniendo la capacidad para detectar la aprobación o el rechazo. Y como muy bien sabemos, la primera nos produce bienestar, placer, satisfacción. La segunda dolor.

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Amabilidad

De un tiempo a esta parte, todavía no me explico la razón, la amabilidad se ha convertido en una rara avis. Y es que todos, en general, hemos dejado de ser amables. Y aunque podemos echarle la culpa a los efectos en nuestro cerebro de Internet (más que nada, porque está de moda hacerlo, con independencia de su validez y veracidad) o a la velocidad vital en la que nos hemos instalado (es lo que tiene haber construido una realidad donde absolutamente todo debe suceder al instante, un lugar donde las esperas han sido abolidas definitivamente…), lo cierto es que cada vez somos menos amables con los demás (y con nosotros mismos).

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101 Cuentos Zen

Una explicación extremadamente sencilla de lo que es el Zen seria la siguiente: forma de meditación que a partir de la propia toma de conciencia intenta conseguir armonizar el cuerpo y el espíritu. Siendo tremendamente simplistas, podríamos decir que la filosofía Zen busca centrar nuestra atención en lo verdaderamente importante, intentando dejar de lado todo aquello que no sólo no aporta, sino que nos impide focalizar nuestra atención o nuestros sentimientos haciéndonos perder nuestro equilibrio interior y exterior.

Solemos confundir, y aquí me incluyo, filosofía Zen con despego o ausencia de emociones, cuando en realidad esto no es del todo así. Un maestro Zen no creo que sea una persona insensible a lo que la rodea, sino que es alguien capaz de discernir lo que tiene valor de lo que no lo tiene o, capaz de desprenderse o dejar de lado aquello que resta valor, que, en vez de sumar, nos resta convirtiendo en tóxica nuestra existencia.

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Condescendencia

Mantener una aptitud condescendiente hacia los demás, a no ser que la persona que la practica ostente una posición social muy elevada (e incluso en estas ocasiones), suele comportar malestar en el resto. La condescendencia es una emoción social poco funcional grupalmente. A nadie le gusta sentir la condescendencia ajena. Lo vivimos como una agresión en toda regla, un ataque a nuestro yo. Solamente cuando somos nosotros mismos, voluntariamente, quien otorgamos al otro la oportunidad de ser condescendiente, somos capaces de aceptarlo sin adoptar una actitud reactiva. Y, aun así, si la condescendencia se prolonga demasiado en el tiempo, lo más normal acaba siendo que terminemos defendiéndonos, que protejamos nuestra autoestima para no acabar cayendo en cierta indefensión aprendida u otras formas de tristeza todavía más disfuncionales.

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