Archivo de la etiqueta: malestar

Ataque de pánico nocturno

Despertarse en medio de la noche, sin una causa concreta que lo justifique y sin que en un primer momento nada parezca diferente a otras ocasiones en los que se nos rompe el sueño. Instantes de normalidad que, sin saber la razón, de repente y sin previo aviso se convierte en un sin vivir. Sudoración, sofocos, escalofríos, aumento de la frecuencia cardiaca exagerado, hiperventilación y, sobre todas las cosas, sensación de que nos falta el aire, de que si no nos concentramos en respirar no seguiremos haciéndolo y que algo malo malísimo está a punto de sucedernos. Esto que por desgracia a algunos de vosotros o vosotras os sonará, es lo que habitualmente se denomina ataque de pánico nocturno.

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Emociones políticas 2

Cualquier sociedad aspira (o en sus inicios lo hizo, posiblemente visto los resultados de forma utópica) a que la emoción que una a todos aquellos que la componen sea el amor. Diferentes investigaciones han demostrado que, si existe una emoción importante para el bienestar de las personas, esta no es otra que el amor. Basta con recordar, a modo de ejemplo, la teoría del apego de Harlow, que nos muestran que es el amor es la emoción responsable de unir emocionalmente a las personas. En el caso concreto de los bebes, bien canalizada, los impulsa hacia la empatía, hacia el establecimiento de un interés verdadero y no egoísta en relación a la otra persona (que no la vea únicamente como un modo de lograr un fin, alimento, calor, etc.). En cambio, en la mayoría de las sociedades (desde las familias hasta las naciones) la cohesión grupal se construye a partir de sentimientos como el de “amor a la patria”, los cuales se conforman, principalmente, gracias a la emoción del orgullo. El orgullo es el “pegamento” esencial que garantiza y afianza un verdadero sentimiento de pertenencia a un grupo. Sin embargo, la diferencia entre “amor” y “orgullo” resulta más que evidente. Mientras que el primero produce una visión de igualdad entre las personas, favoreciendo la cooperación, la fraternidad y las conductas altruistas, en cambio, el segundo, se asienta en la diferencia y la competición, es decir, en aquello que hace superior a una persona per el único motivo de pertenecer a una nación, grupo, colectivo, familia, etc. Mientras que el amor une, el orgullo individualiza y nos convierte en islas, al fomentar únicamente la obligación de “defendernos” de todo aquello que pueda empequeñecernos.

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Emociones políticas

Cualquier sociedad aspira (o en sus inicios lo hizo, posiblemente visto los resultados de forma utópica) a que la emoción que una a todos aquellos que la componen sea el amor. Diferentes investigaciones han demostrado que, si existe una emoción importante para el bienestar de las personas, esta no es otra que el amor. Basta con recordar, a modo de ejemplo, la teoría del apego de Harlow, que nos muestran que es el amor es la emoción responsable de unir emocionalmente a las personas. En el caso concreto de los bebes, bien canalizada, los impulsa hacia la empatía, hacia el establecimiento de un interés verdadero y no egoísta en relación a la otra persona (que no la vea únicamente como un modo de lograr un fin, alimento, calor, etc.). En cambio, en la mayoría de las sociedades (desde las familias hasta las naciones) la cohesión grupal se construye a partir de sentimientos como el de “amor a la patria”, los cuales se conforman, principalmente, gracias a la emoción del orgullo. El orgullo es el “pegamento” esencial que garantiza y afianza un verdadero sentimiento de pertenencia a un grupo. Sin embargo, la diferencia entre “amor” y “orgullo” resulta más que evidente. Mientras que el primero produce una visión de igualdad entre las personas, favoreciendo la cooperación, la fraternidad y las conductas altruistas, en cambio, el segundo, se asienta en la diferencia y la competición, es decir, en aquello que hace superior a una persona per el único motivo de pertenecer a una nación, grupo, colectivo, familia, etc. Mientras que el amor une, el orgullo individualiza y nos convierte en islas, al fomentar únicamente la obligación de “defendernos” de todo aquello que pueda empequeñecernos.

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Alguien con quien “pelear”

Todos conocemos o hemos conocido personas que necesitan estar continuamente buscando alguien con quien “pelear”, a quien “culpar” de la situación que sea, por insulsa e intranscendente que ésta pueda resultar. Personas que viven para encontrar motivos que justifiquen la contienda continua en la que basan su existencia. Seres que basan su existencia en tener una “causa” que defender, un “tenemos que defendernos” perpetuo, y generalmente injustificado, que, a disgusto con la propia soledad, les lleva a embarcar a todos los que les rodean en sus batallas. Porque, para estas personas, o estamos con ellas, o estamos contra ellas. No existe posibilidad de término medio.

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Emociones morales

Podemos definir las emociones morales como el resultado, medido en cuanto a bienestar o malestar, que sentimos tras “juzgar” las repercusiones que tiene una conducta (propia o ajena) tanto en nosotros como en los demás, en función de unos determinados preceptos marcados por las normas de la cultura y la sociedad a la que pertenecemos. Aceptar lo anterior supone asumir, por tanto, que será mediante las emociones como seremos capaces de interiorizar (hacerlas “de nuestra carne”) las normas culturales y sociales, o lo que es lo mismo “la somatización de la ética”. Lo cual, convierte a la cultura en el elemento principal que determinará cuáles serán nuestros sentimientos en relación a una determinada conducta, siendo, en consecuencia, las emociones morales las responsables de marcar los límites éticos de una persona (y, por supuesto, de la sociedad en la que vive).

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Miedo a las emociones

¿Por qué tenemos tanto miedo a sentir? Existen múltiples respuestas a esta pregunta. Una de ellas, probablemente la más generalizada, no es otra que la aplicación del famoso dicho “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Es decir, preferir no sentir, a favorecer, aunque solamente sea en una pequeña posibilidad, el sufrimiento. La razón, me da la sensación (en realidad estoy plenamente convencido), es que tantas comodidades, tantos “lujos” (que sin embargo hemos convertido en normalidad y, por tanto, hemos acabado considerándolos “que nos son dados por defecto”, simplemente por haberlos tenido desde siempre), no es que nos hayan hecho blandos, es que nos ha quitado muchas de las opciones de poder ser resilientes. Hemos olvidado que para crecer es necesario experimentar y que, por mucho que parezca una cuestión de probabilidades, al final, el resultado siempre acaba siendo positivo: es decir, crecemos y, en consecuencia, mejoramos nuestra adaptabilidad. Y por eso quizás andamos eternamente anclados en la queja. Todo nos parece poco. Todo nos parece que tarda mucho. Todo, lo queremos todo, aunque no lo necesitemos. Hemos hecho que el mundo deba girar a nuestro alrededor sin que nos importe dicho mundo y lo que lo compone. Lo único importante es mi placer, el resto es prescindible, un simple medio para alcanzar el fin.

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Insatisfacción

La teoría (esa que habitualmente sólo existe en el mundo de la lógica y no en la vida real), nos dice que el sentimiento de insatisfacción se produce cuando unas expectativas, unos deseos, que estábamos convencidos acontecerían, finalmente, por la razón que sea, no han terminado de cumplirse. Por el contrario, según mi experiencia, y la de muchos que conozco, sé que lo anterior no siempre es así. Estoy plenamente convencido de que, si no todos, la mayoría, habéis vivido, como yo, momentos de insatisfacción a lo largo de vuestra vida. Sin que hubiese una razón que lo justificase. Sencillamente, un día te despiertas y descubres que un sentimiento de insatisfacción ha terminado por apoderarse de tu estado emocional y vital, provocándote un intenso malestar en forma de desagradable desazón.

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Cansancio pandémico

Si algo ha dejado tras de sí el dichoso coronavirus ha sido una sensación eterna y generalizada de cansancio. Convencido como estoy que no se trata de una sensación exclusivamente mía, (de hecho cuando pregunto a conocidos y desconocidos, a la mayoría les sucede algo similar, con independencia de que hayan padecido o no la enfermedad), eso no quita que me preocupe. Posiblemente, en mi caso, quizás haya que sumar también la edad. Soy consciente de que ya no soy ningún niño, aunque tampoco tan mayor, pero lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, tengo que reconocer que me cuesta mucho más trabajo arrancarme a hacer determinadas cosas que antes hacía con dichosa normalidad. Como si un peso extra se agarrase a mis piernas y brazos obligándolos a realizar un esfuerzo mucho mayor del habitual. Como si el depósito de “automotivación” se hubiese agotado y apenas si quedase combustible para continuar la marcha a rastras.

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Incerteza

Si bien es cierto que cualquier tiempo es en sí incerteza, también lo es que los que estamos actualmente viviendo, parecen ser los más inciertos (esperemos) que a la mayoría nos haya tocado vivir. Quizás por ello el malestar esté tan presente en nosotros, hurgando con su insidia, desazonándonos con su persistir. Porque esta es una de las consecuencias de la incerteza: miedo desaforado y sin razón, que nos inquieta con su presencia, impidiéndonos conducirnos con libertad, mientras, a la vez, no sólo condiciona nuestro presente, sino, fundamentalmente, nuestro futuro.

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¿Qué me pasa?

50Somos seres homeostáticos. Perder nuestro equilibrio nos produce malestar. Aversión que se manifiesta en forma de innumerables emociones: ira, miedo, ansiedad, pesadumbre, alarma, preocupación, confusión…, cada una de ellas con sus características y, en consecuencia, su afectaciones. De todas maneras, si pudiésemos ordenar en función de su intensidad, posiblemente, la pérdida de algo material no estaría en lo más alto en cuanto a la pérdida de homeostasis. El primer escalón del pódium, al menos en mi caso, lo ocuparía la salud (aunque seguida de cerca la pérdida de alguna persona importante en mi vida). Sentir que algo no va bien en nosotros, en nuestro interior, produce un desasosiego tan intenso que resulta difícil encontrarlo en otras situaciones de pérdida. Sigue leyendo

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